viernes, 26 de junio de 2009

INFIERNO TERRENAL.


Un cuarto oscuro. Eso era suficiente.
Encerrarla entre cuatro paredes alcanzaba para obligarla a perderse a si misma. Ni una ventana para dejar entrar el reflejo de la luna; en ese lugar no había nada que pudiera ayudarla a colocar todas sus partes juntas, para no desesperar. No había forma de que pudiera mantenerse estable por más de quince minutos, y eso ella lo sabía mejor que nadie.
Un minuto había pasado y ya sentía un nudo en el estómago; pero no podía reaccionar ante eso, una parte de ella la frenaba, la hacía permanecer inmóvil sobre la cama, sentada en el rincón más alejado de la puerta. Si tan sólo hubiese tenido la fuerza suficiente como para ponerse de pie y abrirla de par en par, salir de su cárcel y correr a pedir auxilio... Pero no, no tenía la energía suficiente; y si hacía un mínimo esfuerzo por enfrentarse a si misma, no podría aguantar ni hasta un tercio de su límite.
Cinco minutos desde la última vez que había percibido un hilo de luz. Empezaba a tener miedo, mucho más miedo que el que jamás había tenido. No sabía a qué le temía exactamente; jamás había creído en fantasmas, espíritus y cosas así, pero estaba más asustada que nunca, y no sabía por qué. Ni siquiera tenía miedo a no salir de ahí, ya que intuía que alguna vez lo haría. Pero estaba aterrada y se sentía aturdida.
Las lágrimas la inundaron luego de casi ocho minutos de confinamiento. Se encontraba en un conflicto interno, uno de esos que siempre la sorprendían en los peores momentos. Sus tres lados se enfrentaban a muerte sobre el futuro de ella.
Su parte mártir quería morir para terminar de sufrir todo ese miedo; quizá sería la salida más fácil, pero también la más dolorosa.
Su yo neutral, la ayudaría a luchar para abandonar ese cubículo y así poder ser feliz a la luz, lejos de la oscuridad que tanto la desquiciaba.
En cambio, su lado egoísta, no iba a mover un dedo para dejar ese lugar; simplemente esperaría a que la sacaran de allí.
Su pelea interna comenzaba a agotarla y sus cansados ojos se cerraban lentamente, al cabo de doce minutos de encierro. No podía dejar que eso pasara. Las lágrimas no cesaban y eso quizá era lo único que la mantenía despierta, porque el esfuerzo por hallar una luz cercana, le cansaba demasiado la vista.
Debería haber tomado esas tijeras, las que estaban arriba de la heladera. Al menos, un corte en su muñeca teñiría el cuarto de rojo sangre y el miedo no la ahogaría tanto... No, no hubiese servido de nada; aún así no habría luz y la maldita oscuridad seguiría allí.
Ya no podía más. La soledad y el vacío la consumían; una sensación de asfixia la recorría, debía abandonar ese sitio a toda costa. Empezó a gritar, a pedir ayuda; rogaba que alguien la socorriera, que la ayudaran a dejar esa prisión, necesitaba escapar, huir a un lugar mejor; tenía que irse lejos de allí, hacia un lugar lleno de luz. No tenía casi nada de aire en los pulmones, pero el poco que le quedaba, lo invertía en encontrar una salida; y sabía que alguien oiría sus lamentos.
Al cabo de unos segundos, comenzó a notar que se equivocaba, que nadie la escuchaba, que ninguna persona en este mundo podría sacarla de ese lugar tan suyo... Y abandonó los intentos de salvarse.


Simplemente lloró, hasta que su agotamiento la venció por completo y pudo, finalmente, quedarse dormida.

domingo, 21 de junio de 2009

Último Deseo.

La noche estaba por atraparlos. El crepúsculo ya daba sus últimos suspiros y los dejaba para dar paso a la total oscuridad.
Las calles estaban desiertas y eso era poco común de verse en pleno centro de la Ciudad pasadas las 6 PM. Pero, así era el otoño con la vida nocturna, inclusive para los citadinos resultaba innecesario salir una tarde de Junio.
Finalmente, ella y él estaban solos; ella había esperado mucho por ese momento, hacían semanas que no se veían y más tiempo aún desde el último rato a solas que habían pasado (bastante breve por cierto). La lengua le quemaba de tantas cosas que tenía ganas de decirle y preguntarle; aún así, la conformaba caminar a su lado con cierta distancia, en silencio y con la mente perdida en situaciones que cobraban forma imaginariamente. No lo miraba, no le decía una palabra, y eso seguramente le generaba un millón de interrogantes a él también; nada lo ponía tan ansioso como los silencios de su mejor amiga, una señorita de pelo castaño, con vestido y zapatos negros.
Ella era débil, humana y cálida; quizá demasiado más cariñosa con él de lo que ese frío y distante ser merecía. Tal vez esa misma calidez era eso que lo ponía tan ansioso cada vez que se veían; posiblemente ese era el factor que lo había convertido en algo mucho más humano que el ser hostil de la noche en el cual se había convertido hacía un tiempo. Pero aún así no la merecía, él no tenía derecho alguno a haberse apropiado de tan hermosas demostraciones de afecto que ella le entregaba.
Aunque frágil e inofensiva, no dejaba atrás sus malos actos, no paraba de poner a prueba la resistencia de ese ser peligroso al que tanto quería... y había elegido ese mismo momento, en esa precisa calle oscura, para volver a hacerlo. En lugar de pedirle explicaciones o confesarle algunos pensamientos, lo provocaría una vez más...
Se detuvo repentinamente y él, a su lado, hizo lo mismo. Ella giró para verlo a los ojos, lo tomó de una mano y le pidió algo:
- Mordeme – le dijo en tono un tanto suplicante.
Su amigo la miró para responderle un concreto y rotundo no.
Como una niña pequeña, la chica cruzó los brazos y volvió a pronunciar lo mismo; sólo que se había encaprichado demasiado como para que la palabra no saliera de su boca a modo de orden.
- ¡Mordeme! – exclamó, y él volvió a negarse.
Tras una larga discusión, él se cansó de repetir lo mismo y decidió darle una pequeña explicación, la cual no la conformó.
- No tenés la más mínima idea lo que es vivir en la noche y ser miserable, estar maldito para toda la eternidad. Además, seguramente serías Malkavian, vos y yo sabemos que es así; y por más divertida que te resulte semejante locura, no voy a hacerle eso a mi mejor amiga. ¡NO!
La chica de piel blanca y cachetes rosados estaba perdiendo, y eso no iba a aceptarlo bajo ningún punto de vista. No había hombre que pudiera con ella.
Después de pensar cómo salir victoriosa, una idea un tanto loca se cruzó por su mente. Lo tomó de ambos brazos, lo arrinconó contra un paredón, con los brazos de ambos elevados y la espalda de su amigo contra la pared de ladrillos. El elegante Toreador sonrió, saboreando otra victoria. Si ella planeaba utilizar la fuerza bruta a su favor, no ganaría ni en un millón de años. Se equivocaba, por primera vez en mucho tiempo.
La chica se puso en puntas de pie, acercó su rostro al de su amigo y lo besó en la mejilla izquierda; lentamente, deslizó sus labios hasta que hicieron click con los del chico de traje, para besarlo profundamente en la boca. Luego, esperó. Era cuestión de tiempo para que esa pequeña provocación lo obligara a responderle de la misma forma o peor (para él, porque para ella sería una victoria). En él, comenzaba a gestarse algo que no había percibido antes y no sabía qué era.
La ingenua humana se inquietó demasiado al ver que él no quitaba su cara de póker, y decidió avanzar un paso. Besó bruscamente el cuello y lo mordió. Los pensamientos del chico mostraban un deseo incontenible de ser humano para poder besarla y abrazarla; pero no podía hacer algo tan riesgoso como acercarse a su cuello, no bajo ese estado en el cual sus deseos (y no su mente) lo dominaban; no tan fuera de control como en ese momento. Cerró los ojos, era increíble hasta qué punto su parte humana se fundía con la bestia.
Pasaron unos segundos, y él pudo recuperar un porcentaje de cordura. Abrió los ojos y ella también portaba una cara que no presentaba expresión alguna. Por última vez, le preguntó si concedería su deseo; ante la negativa de su ahora perturbado mejor amigo, opto por dar el golpe final (e infalible).
Sonrió, saco una tijera de su cartera e hizo un punto con el filo en la yema de su dedo índice, del cual comenzó a brotar bastante sangre. Los ojos de él se desorbitaron al ver y oler el líquido espeso; no podría luchar contra la bestia que golpeaba y se desesperaba por salir de su pecho. Ella había ido demasiado lejos con tal de conseguir lo que quería y lo iba a pagar muy caro si no se alejaba rápidamente...
No, ya era demasiado tarde; ni el cariño que él le tenía a ella, ni el auto-control inviolable, ni el talismán salvarían a la tierna criatura del sediento animal.
Los ojos del vampiro se tornaron rojo sangre y ella se asustó mucho. En un último intento por salvarla de si mismo, la tomó de una muñeca para alejarla lo más posible de un fuerte impulso. Comenzó a caminar en sentido contrario a ella, hasta perderla de vista y dejar de sentir el olor que tanto lo desesperaba. Se sentó en la puerta de un estacionamiento oscuro que encontró abierto a unas cuadras de donde había dejado a la chica, quien ahora no era más que una niña asustada, gritando de dolor, en una calle sin el más mínimo halo de luz.
Intentó tomar fuerzas y llenarse de suficiente aire puro. Se quedaría allí toda la noche de ser necesario, con tal de mantenerla a salvo de su monstruo interior, aunque ella se enojara después; sería incapaz de volver a ponerla en peligro.
En ese momento, una luz le llegó del exterior y, al mirar hacia arriba, vio como un relámpago iluminaba el cielo. Llovería, por suerte se encontraba bajo techo, lo último que deseaba era empaparse.
Y ella… ¡NO!!!!!!!!
Vio el terrible miedo a la oscuridad que sentía su amiga; ese relámpago le había recordado hasta qué punto la inmovilizaba la ausencia de luz estando sola, y se dio cuenta del terrible error que había cometido.
No recordaba dónde la había dejado, no conocía bien el centro y temía no poder hallarla. Trató de hacer memoria hasta que encontró el camino que lo llevaría de vuelta hasta su más preciado tesoro. Ya quería pedirle perdón por no haber sido lo suficientemente fuerte, por haberla desafiado y subestimado...
Y, ¿si ella lo odiaba? ¿Si su rencor por haberla dejado a merced de su miedo más grande era demasiado?
Tal vez eso era lo que merecía, perderla, que ella lo detestara por ser tan débil y tan tonto.
Las pocas gotas que habían empezado a caer, se convirtieron en una cortina de agua que castigaba las calles de la ciudad con mucha fuerza. ¡Qué estúpido! Llovía a cántaros y ella estaba ahí afuera, sola. Él era el culpable. Si algo llegaba a sucederle a la tierna chica que él tanto quería, no podría perdonarse jamás.
Por fin cruzó la esquina de esa cuadra donde la había dejado gritando, seguramente por el dolor que le había causado el golpe, luego del empujón. Ya no se oían los gritos, en su lugar había quejidos que se escurrían entre la lluvia y su hermoso sonido.
Al llegar a ella, la vio debajo de un techo, agazapada y con la mirada perdida en el cielo, emitiendo algunos sonidos extraños que él había escuchado alguna vez (si bien no recordaba dónde ni cuándo). Se desmayó de repente y él se arrojó sobre ella para socorrerla. Temía lo peor. La tomó entre sus brazos; al hacerlo, la sintió más fría que de costumbre y notó que no tenía pulso...
La había perdido, se había ido y todo era su culpa; la había dejado a merced del dolor y de la soledad. Ya nada tenía sentido si ella no estaba más a su lado.
La recostó sobre la vereda. La lluvia se había convertido en garúa. Por primera vez en su nueva vida, él sentía un dolor irreversible.
Pero, ¡no todo estaba perdido! Ella abrió los ojos y lo miró. Le sonrió.
- Gracias – le dijo en un susurro. – Sabía que tarde o temprano lo harías. Ahora no vas a perderme nunca.
El rostro del vampiro se transformó del terror. La examinó cuidadosamente con la vista, intentando no alterarla, hasta localizar lo que estaba buscando: la marca de una mordedura, a la altura de su muñeca izquierda. Las imágenes fueron cobrando vida una a una en la cabeza del Toreador; desde la primer gota de líquido carmesí que ella misma se había quitado, hasta como ese impulso con el que la había arrojado contra el paredón había impedido que la matara al beber de ella...
Había ahora, allí, una mujer. Ella era una criatura nocturna, de piel fría y blanca como la nieve.
Se había ido, la niña tierna y cálida había desaparecido. Y la mejor parte de él se había esfumado con ella.